Por Pierre Broue
(…) Era en Cataluña donde subsistía lo esencial de las conquistas revolucionarias y del armamento de los obreros; allí se encontraba el bastión de la oposición revolucionaria. Allí se encontraba también la organización más resueltamente decidida a poner fin a la revolución, el stalinista Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC)., al que apoyaban firmemente el Estado republicano de Luis Companys y la pequeña burguesía impaciente por sacudirse el yugo de los anarquistas. Fue allí donde se produjeron los acontecimientos que prendieron la mecha.
Comenzó el 17 de abril con la llegada a Puigcerdá, y después a Figueras y a toda la región fronteriza, de los carabineros de Negrín, que habían llegado para quitar a los milicianos de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) el control de las aduanas, de que se habían apoderado desde julio de 1936. Ante la resistencia de las milicias, el Comité Regional de la C.N.T. catalana fue corriendo a los lugares para negociar un entendimiento. El 25 de abril, en Molins de Rey, Roldán Cortada, dirigente de la U.G.T. y miembro del P.S.U.C. fue asesinado. El P.S.U.C. reaccionó con violencia, denunció a los incontrolables” y a los ”agentes fascistas escondidos”.
La C.N.T. condenó formalmente el asesinato y exigió una investigación que, según ella, pondría a sus militantes al margen de toda sospecha. Pero el asesinato de Roldán Cortada había avivado los recuerdos de la época de los paseos y de los arreglos de cuentas de los primeros días de la revolución. El P.S.U.C. buscó sacar el mayor provecho a su ventaja. El entierro del líder de la Unión General de Trabajadores (UGT) fue la ocasión de una poderosa manifestación: policías y soldados de las tropas controladas por el P.S.U.C. desfilaron con las armas al hombro durante tres horas y media. Los delegados del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y de la C.N.T. que habían acudido al entierro comprendieron que la situación era más grave de lo que habían creído: era una manifestación de fuerza que el P.S.U.C. había organizado contra ellos. Al día siguiente, la policía de la Generalidad hizo una expedición punitiva a Molins de Rey: detuvo a los dirigentes anarquistas locales, sospechosos de haber participado en el asesinato, y los condujo, esposados, a Barcelona. En Puigcerdá, carabineros y anarquistas cambiaron disparos: ocho militantes anarquistas quedaron muertos y, entre ellos, el alma de la colectivización de la región, Antonio Martín.
Fue ese el momento en que, en Barcelona, se propaló el rumor de la llegada de una circular del ministerio de gobernación prescribiendo el desarme de todos los grupos obreros no integrados a la policía del Estado. Inmediatamente, los obreros reaccionaron: durante varios días, según la relación de fuerzas, obreros y policías se desarmaron unos a otros. Barcelona parecía estar en vísperas de combates callejeros. El gobierno prohibió toda manifestación y toda reunión para el 19 de mayo. Solidaridad Obrera denunció la que llamaba la ”cruzada contra la C.N.T.” e invitó a los trabajadores a desatender a toda provocación. La Batalla incitó a velar ”con las armas en la mano”.
Fue el lunes 3 de mayo cuando la batalla que amenazaba estalló, con el incidente de la central telefónica. Los hombres de la C.N.T. les habían quitado a los sublevados el edificio. Desde entonces, la central, que pertenecía al trust norteamericano American Telegraph & Telephon había sido incautada y funcionaba bajo la dirección de un Comité U.G.T.-C.N.T. y de un delegado gubernamental. Lo cuidaban milicianos de la C.N.T. Constituía un excelente ejemplo de lo que era la dualidad de poderes, y de que subsistía, puesto que la C.N.T. catalana se hallaba en situación de poder interrumpir a voluntad, no solamente las comunicaciones o las órdenes del gobierno catalán, sino también las comunicaciones entre Valencia y sus representantes en el extranjero.
Aquel día, Rodríguez Salas, comisario de orden público y miembro del P.S.U.C. se dirigió a la central con tres camiones de guardias y penetró. Desarmó a los milicianos del piso bajo, pero tuvo que detenerse ante la amenaza de ametralladoras colocadas en batería en los pisos de arriba. Puestos de inmediato al corriente, los dirigentes anarquistas de la policía, Asens y Eroles, se precipitaron a la telefónica donde, según Solidaridad Obrera del 4 de mayo, intervinieron oportunamente para que nuestros camaradas, que se habían opuesto a la acción de los guardias en el edificio, renunciasen a su justa actitud”. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de los obreros se puso en huelga: Barcelona se cubrió de barricadas, sin que ninguna organización hubiese lanzado la menor consigna.
Al anochecer, en la ciudad en pie de guerra, tuvo lugar una reunión común de los Comités Regionales de la C.N.T., de la Federación Anarquista Ibérica (FAI)., de las juventudes libertarias y del Comité Ejecutivo del P.O.U.M. Los representantes del P.O.U.M. declararon que el movimiento era la respuesta espontánea de los obreros de Barcelona a la provocación, y que había llegado la hora: ”O nos ponemos a la cabeza del movimiento para destruir al enemigo interior, o el movimiento fracasará y eso será nuestra destrucción”. Pero los dirigentes de la C.N.T. y de la F.A.I. no estuvieron de acuerdo con ellos y decidieron trabajar en pro del apaciguamiento.
Al día siguiente, el 4 de mayo, los obreros, cuya acción fue aprobada por el P.O.U.M., las juventudes libertarias y los Amigos de Durruti, eran dueños de la capital catalana, que cercaron poco a poco. Después de una entrevista con los dirigentes de la C.N.T., Companys dirigió la palabra por radio, desaprobó la iniciativa de Rodríguez Salas contra la central telefónica y lanzó un llamado a la calma.
El Comité Regional de la C.N.T. lo apoyó: ”Deponed las armas. Es al fascismo al que debemos abatir”. Solidaridad Obrera no informó de los acontecimientos de la víspera más que en la página ocho y no dijo ni una palabra de las barricadas que cubrían la ciudad. A las 17 horas, llegaron en avión, desde Valencia, Hernández Zancajo, dirigente de la U.G.T., amigo personal de Largo Caballero y dos de los ministros anarquistas, García Oliver y Federica Montseny. Se sucedieron hablando por radio, uniendo sus esfuerzos a los de Companys y los dirigentes regionales de la C.N.T. ”Una ola de locura ha pasado sobre la ciudad – exclamó García Oliver. Hay que poner fin, inmediatamente, a esta lucha fratricida. Que cada uno permanezca en sus posiciones… El gobierno… va a tomar las medidas necesarias”.
El miércoles 5 de mayo, los obreros seguían dueños de las barricadas. La radio difundía el texto de los acuerdos a que se había llegado entre la C.N.T. y el gobierno de la Generalidad: cese el fuego y statu quo militar, retirada simultánea de los policías y de los civiles armados. Nada se decía del control de la telefónica: sin embargo, el movimiento retrocedía. Los elementos de la C.N.T. de la 26a división y los elementos de la 29a del P.O.U.M., que se habían concentrado en Barbastro para marchar sobre Barcelona, al recibir la noticia de los acontecimientos, no pasaron de Binefar: delegados del Comité Regional de la C.N.T. lograron persuadir al jefe de la 26 división, Gregorio Jover, de que había que evitar todo gesto agresivo. Después de algunas vacilaciones, fue otro dirigente de la C.N.T., Juan Manuel Molina, subsecretario de defensa de la Generalidad, el que logró persuadir al oficial anarquista Máximo Franco de que detuviera a sus hombres en Binefar.
Sin embargo; en varias ocasiones, todo estuvo a punto de saltar de nuevo. Elementos del P.S.U.C. atacaron el automóvil de Federica Montseny, y el secretario de la U.G.T. catalana, Antonio Sesé, cuyo ingreso al gobierno acababa de anunciar la radio, fue muerto, probablemente, por milicianos de la C.N.T. Los Amigos de Durruti abogaron por que continuara la lucha: la C.N.T.-F.A.I. los condenó en términos muy enérgicos.
El jueves 6 de mayo el orden estaba casi restablecido. Companys proclamó que no había ”ni vencedores, ni vencidos”. La masa de obreros de Barcelona había escuchado los llamados a la calma y el P.O.U.M se plegó: ”El proletariado – proclamó – ha obtenido una victoria parcial sobre la contrarrevolución… Trabajadores, volved al trabajo”. El nuevo gobierno, compuesto provisionalmente por un republicano, y por Mas de la C.N.T. y Vidiella de la U.G.T. no comprendía ya ni a Comorera, ni a Rodríguez Salas. La interpretación de Companys parecía ser la buena, si no se hubiese producido en ese momento la intervención de Valencia. Investidos de una misión gubernamental de apaciguamiento llegaron á Barcelona García Oliver y Federica Montseny con la promesa expresa, si hay que creerles, de que no se produciría ninguna intervención militar antes de que ellos mismos la hubiesen pedido.
Sin embargo, desde el 5 de mayo llegaron al puerto navíos de guerra, por orden de Prieto. Algunas horas después, a petición expresa de Companys y bajo la presión de los ministros, Largo Caballero decidió tomar en sus manos el orden público y la defensa de Cataluña. El general Pozas, el antiguo jefe de la guardia civil afiliado al P.C., recibió el mando de las tropas de Cataluña. Para asegurar el orden, el gobierno envió desde el frente del Jarama una columna motorizada de 5000 guardias. Sin embargo, y esto ilustra la ambigüedad y las incertidumbres del momento, estas fuerzas de policía que llegaban para restablecer el orden en Cataluña y de las que, a primera vista, parecía que los anarquistas debían temerlo todo, eran mandadas por el antiguo jefe de la columna anarquista Tierra y libertad, el teniente coronel Torres Iglesias: algunos guardias hicieron su entrada a Barcelona al grito de ”¡Viva la F.A.I.!”.
Con su llegada, los combates cesaron definitivamente. El balance oficial se elevó a 500 muertos y 1000 heridos. Entre las víctimas, del lado gubernamental, aparte de Antonio Sesé, se mencionó a un oficial comunista, el capitán Alcalde, y del lado revolucionario a Domingo Ascaso, el hermano de Francisco, y a ”Quico” Ferrer, el nieto del ilustre pedagogo, muertos en la calle. Pero no tardaron en descubrirse otras víctimas. Al anochecer del día 6, se encontraron los cadáveres de Camillo Berneri y de su amigo y colaborador Barbieri. Los dos hombres, sacados de su casa, durante el día, por milicianos de la U.G.T., fueron muertos disparándoles a quemarropa. En el mismo momento se observó la desaparición de Alfredo Martínez, el secretario del Frente de la Juventud Revolucionaria, cuyo cadáver encontraron algunos días más tarde. Tanto el uno como el otro habían denunciado los procesos de Moscú y habían tildado de ”contrarrevolucionaria” la actitud del P.C., del P.S.U.C. y de sus aliados. Así el uno como el otro desempeñaban el papel de dirigentes de la acción revolucionaria.
Aunque no fue posible realizar ninguna indagación en aquellos días revueltos – sus conclusiones, por lo demás, casi no podrían ser publicadas -, no queda ninguna duda de que Berneri y Martínez perecieron víctimas de un arreglo de cuentas político. Muchos creen que se trató de la secuela del aviso de Pravda y de la primera intervención brutal de los servicios secretos rusos.