EL PORTEÑO
por Pedro Santander y Gonzalo Ravanal
“En estas cosas no todo el mundo puede estar en la cocina, ahí muchas veces está el cocinero con algunos ayudantes, pero no pueden estar todos, es imposible”, así explicaba, el 2014, Andrés Zaldívar, con tanta pedagogía como cinismo, la doctrina que por 30 años le ha dado forma a la dinámica política de nuestro país. Una dinámica de castas, en la cual algunos, en su discreta intimidad, toman decisiones que afectan a muchos. Una democracia sin demos.
Esa lógica de tomar acuerdos entre pocos para incidir en la vida de millones ha tratado de ser empleada nuevamente en estos tiempos de crisis. Es, por ejemplo, lo que intentaron el socialista José M. Insulza con el RN Mario Desbordes, al proponer su “pacto transversal”. Lo mismo son los permanentes llamados a “acuerdos nacionales” de Piñera, a los que acuden, solícitos, democristianos, pepedés y hasta algunos frenteamplistas.
La receta es la misma, pero algo inesperado ha cambiado: en los comedores ya no se quiere probar esos menús. Acuerdos y llamados oficialistas quedan como platos vacíos sobre las mesas. A diferencia de lo que ocurría hasta hace no tanto, a la cocina de castas ya no le funciona eso de expandir al mundo social sus iniciativas cupulares, por el contrario, estas quedan confinadas a las murallas palaciegas, y a una que otra nota de la prensa duopólica.
La cocina de Zaldívar construida para una transición pospinochetista y entendida como doctrina y cultura política, choca hoy con la realidad de un Chile post 18 de octubre.
La rebelión de octubre significó el cuestionamiento radical al orden de las cosas y terminó por sepultar las ya escuálidas y agónicas estructuras de lealtad que a la elite le quedaban con el mundo social. Y, paradójicamente, la dinámica que puso en marcha el estallido social nos preparó mejor que cualquier otra escuela para la crisis sanitaria y económica que se nos ha venido encima.
El 18 de octubre puso sobre la mesa otros valores que comenzaron a interpelar y a combatir simbólica, discursiva y estéticamente con los valores del neoliberalismo defendidos por la derecha y por la alianza demo-socialista: del sálvese quien pueda neoliberal pasamos al salvémonos juntos; de la meritocracia winner se saltó a los actos de la solidaridad, colectivos y comunitarios.
Y al fragor de esa batalla cultural de disputa valórica llegó el hambre a Chile. Entonces, la política neoliberal-autoritaria, que regula nuestra convivencia desde 1990, recibió dos estocadas.
La primera de ellas mató su promesa. El capitalismo siempre, en sus diferentes fases, se ha desarrollado y extendido con una promesa movilizadora, esa que (nos) promete ser el mejor sistema de convivencia social posible. Pero un sistema que genera tanta riqueza por un lado, y permite el hambre por el otro, no puede ser alternativa, debe ser descartado por razones teóricas, lógicas y hasta fisiológicas.
La segunda estocada apuntó a los valores neoliberales de la convivencia y del ordenamiento cotidiano.
La salvación meritocrática e individual no tiene ningún sentido en época de crisis. Ahí donde en lógica neoliberal el Estado abandonó a la ciudadanía, el vacío se llena hoy con acciones comunitarias.
La respuesta popular no ha sido esperar las cajas que llegan con pirotecnia televisiva, sino generar organización vecinal de centros de acopio, reparto comunal voluntario de insumos para los comedores y levantamiento barrial de ollas comunes. Es, por ejemplo, el caso del sector Playa Ancha, Valparaíso, donde las iniciativas autogestionadas «Olla comunitaria», de Porvenir Alto, y «Raciones solidarias», en Porvenir Bajo, entregan más de 100 almuerzos en cada una de sus jornadas (martes y jueves; y lunes, miércoles y sábado, respectivamente).
Gracias a los aportes de los propios vecinos y vecinas –bajo la doctrina el pueblo ayuda al pueblo–, no solo se alimentan bocas hambrientas, también se ha generado un círculo virtuoso de fomento de la microeconomía local a través de la transferencia económica a microemprendimientos del propio barrio (verdulería, panadería, por ejemplo), para proveer desde el mismo territorio los insumos necesarios para las ollas comunes.
Acciones como estas, además de comunitarias y y autogestionadas, ocurren no solo lejos del Estado, sino también lejos de la virtualidad digital, del teletrabajo y la lógica online tan glorificada en estos días por el Gobierno. Por el contrario, se despliegan en el territorio mismo.
Pero incluso, cuando ha sido necesario, en el ámbito de lo digital también se han manifestando prácticas autónomas y colectivas. En Valparaíso, por ejemplo, se elaboró un mapa interactivo que muestra la ubicación de iniciativas autogestionadas de ollas comunes y acopio para ayudar a vecinos y vecinas en los cerros. Lo mismo una aplicación que permite mapear en tiempo real las ollas comunes en todo Chile, elaborado por el proyecto @_PuebloInforma, que posibilita saber dónde conseguir un plato de comida.
En el marco de todo este contexto, se está librando ante nuestros ojos una lucha que no es solo económica por la sobrevivivencia diaria y material, sino también una batalla cultural por los valores con los cuales hacer frente al desafío de la superviviencia. Es una batalla que ocurre en el país más neoliberal del mundo y en la cual, como vemos, se está rompiendo con los automatismos dados por la elite, un país donde están surgiendo nuevos comportamientos colectivos que antagonizan con los recomendados por el discurso oficial.
Acudiendo a Gramsci, parece ser que vivimos “una situación de contraste propia de una crisis de hegemonía de la clase dirigente que ha fallado y por lo cual vastas masas pasan de la pasividad a una cierta actividad, del consenso pasivo a la autonomía política“. Es, en definitiva, una situación de “crisis orgánica”, cuya resolución es incierta, pero que, al ocurrir bajo un modelo de neoliberalismo avanzado como el chileno, sin duda marcará el rumbo y será analizada con atención por los demás pueblos y gobiernos del mundo.