por Felipe Portales
La Constitución Política de 1925 no sólo tuvo un origen completamente antidemocrático –como lo vimos en la parte I-, sino además tuvo un carácter extremadamente autoritario-presidencialista. En contraposición al sistema político fáctico existente entre 1891 y 1925 -¡que no se sustentó en la Constitución de 1833, sino en una “reinterpretación” de aquella efectuada por los vencedores de una guerra civil!- caracterizado por un extremo parlamentarismo.
De las muchas disposiciones que le concedieron al Presidente de la República extraordinarias facultades, la más relevante fue, sin duda, el haberlo convertido en un colegislador con un poder tal que virtualmente le impedía virtual-mente al Congreso la aprobación de leyes o reformas constitucionales de iniciativa de éste. Esto, a través de un poder de veto que las dos cámaras sólo podían superar si insistían por más de dos tercios en su propuesta de ley o de reforma constitucional. Además, en este último caso, se le entregaba al Presidente la posibilidad de recurrir a un plebiscito.
Todo esto condujo a dos personalidades –una nacional y otra internacional- que no se encontraban en el fragor político del momento a ser fuertemente críticas del carácter antidemocrático de su texto. Me refiero al ilustre jurista alemán Hans Kelsen, quien en 1926 le expresó duros cuestionamientos. Y al entonces senador de la Falange Nacional, Eduardo Frei, quien hizo algo análogo en un libro escrito en 1949.
Kelsen señaló que “la nueva Constitución chilena es un producto de aquel movimiento antiparlamentario que hoy se propaga también en Europa (…) la Constitución incluye una serie de disposiciones que conducen desde ahí hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se acostumbra a denominar una dictadura. Esto se observa especialmente en el campo legislativo (…) la tramitación legislativa está regulada en una forma que asegura al Presidente una influencia decisiva. En efecto, el papel del Presidente no se limita simplemente a la promulgación de las leyes. La Constitución le reserva el derecho de aprobar los proyectos de ley del Parlamento.
Es cierto que la negativa a prestar esta aprobación tiene sólo el efecto de un veto suspensivo. Sin embargo, contra la voluntad del Presidente, el Parlamento sólo puede imponer su propósito legislativo si persevera en su determinación con una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Si se trata en cambio de una reforma constitucional, el Presidente puede acudir al pueblo en contra de esa mayoría calificada y convocar a un referéndum (Art°. 109). Esto significa, en la práctica, que no puede dictarse una ley contra la voluntad del Presidente.
Sin embargo, la desviación decisiva respecto del principio parlamentario se percibe en el hecho de que la Constitución no parte de un principio que incluso es característico de las monarquías constitucionales, a saber, que -salvo las excepciones expresamente señaladas por la Constitución- las normas generales sólo pueden originarse bajo la forma de leyes, o sea como decisiones de los representantes del pueblo” (Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y Práctica del constitucionalismo republicano; Lom, 2006; pp.121-2).
A su vez, Frei escribió que con la Constitución de 1925 se pasó del parlamentarismo “a un Ejecutivo tan fuerte como tal vez no exista otro, con tal suma de facultades, a las cuales leyes posteriores han agregado otras”, que “se convirtió en un régimen presidencial de desmesurada concentración de poderes e influencias”, de tal manera que “el peligro del sistema reside en su tendencia casi orgánica a la dictadura legal del Presidente y permite con facilidad que este sea tentado a abusar de sus facultades. Supremo dispensador de beneficios y honores, puede influir de manera desmesurada en la vida del país y, por lo mismo, quebrantar toda oposición o buscar medios indirectos, pero eficaces de silenciarla” (Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, 1949; pp. 201-3).
Otro factor antidemocrático fundamental –que si bien no estaba en el texto acompañó a la Constitución desde sus inicios- fue el sistema de votación que distorsionó la voluntad popular expresada en las elecciones, particularmente en el caso de las elecciones parlamentarias. Me refiero a que el voto –en continuación del sistema electoral previo- se hacía a través de cédulas confeccionadas por cada partido político de forma tal que los apoderados de cada mesa podían identificar durante el escrutinio si quien había vendido su voluntad previamente, en favor del candidato de su partido, había cumplido su compromiso.
Con dicho sistema se hacía muy corriente la compraventa de votos respecto de contingentes urbanos populares que no tenían mayor conciencia política. Por otro lado, se aprovechaba también dicho sistema para que los dueños de haciendas les entregasen sus votos ya confeccionados a los inquilinos de sus fundos, acarreándolos en grupo para que ejerciesen su derecho en favor del candidato patronal. En este caso no se trataba de una operación mercantil, sino de una manifestación del vasallaje habitual existente entre latifundistas y campesinos, el cual era “retribuido” normalmente con algún agasajo posterior que el patrón les daba.
Pero notablemente, dada la retórica moralizante que la oficialidad del Ejército empleó en sus intervenciones políticas de 1924 y 1925, Alessandri se sintió obligado a terminar con dicho sistema, estableciendo la cédula única por medio del Decreto-Ley N° 542 del 23 de septiembre de 1925. Sin embargo, ocurriría un hecho que llevaría todo vuelta atrás. Este fue que en las elecciones presidenciales de octubre de ese año todos los partidos políticos tradicionales (de conservadores a democráticos) se pusieron de acuerdo en apoyar a un candidato del establishment, el liberal democrático Emiliano Figueroa Larraín. En su contra se presentó el médico José Santos Salas, apoyado por el Partido Comunista y pequeños grupos precursores del Partido Socialista.
Sorprendentemente, el candidato que representaba a la aparentemente minúscula “extrema izquierda” obtuvo el 28,3% de los votos (74.091), contra el 71,1% (186.187) de Figueroa; es decir, casi un tercio de los votos. “Y como si lo anterior fuese poco, el tercio se lo habían dado las grandes ciudades, Santiago especialmente. Figueroa derrotó a Salas en Santiago urbano por menos de 1.000 votos –total de sufragantes 35.000- y venciendo el doctor en importantes barriadas populares, v.gr. Quinta Normal (5° comuna), Matadero (10°), el sector situado al sur del Mapocho (4°), etc.” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile, Volumen IV: La dictadura de Ibáñez (1925-1931); Edit. Fundación, 1996; p. 71).
Ello llevó el “pánico” a los “partidos del orden” (Conservador, Liberal, Liberal Democrático y Radical) que presionaron fuertemente al gobierno provisional (de Luis Barros Borgoño, que había sucedido a Alessandri luego que éste renunciara debido a la “indisciplina” de su ministro de Guerra, Carlos Ibáñez) para volver al sistema de voto de partidos, lo que consiguieron con el Decreto-Ley N° 710 del 6 de noviembre que lo reintrodujo. Además, este decreto incluyó un complejísimo sistema de pactos electorales destinado a beneficiar antidemocráticamente a los partidos más poderosos, al multiplicar diferencialmente los votos de los candidatos ubicados más arriba en la lista, a la hora de asignar cuál de cada uno de ellos era electo, si este no recogía más votos que la “cifra repartidora” (ya que se estableció un sistema proporcional); o si no alcanzaba esta con los votos “sobrantes” de los de su mismo partido dentro de la lista, que sí la habían conseguido.
Este ingenioso sistema de pactos era en verdad tan complejo que llevó al cientista político Federico Gil (autor del libro El sistema político de Chile; Edit. Andrés Bello, 1969) a señalar –seguramente en forma inédita- que “el funcionamiento del sistema (de pactos) con anterioridad a las elecciones de 1961 –que fue cuando se terminó con ese sistema- era tan complejo que desafía todo intento explicativo” (p. 236). En cualquier caso ilustra de manera excelente la notable creatividad de la derecha chilena para idear fórmulas que distorsionan la voluntad popular.
Creatividad que hemos visto posteriormente con el sistema electoral binominal y ahora con el quórum supramayoritario de los dos tercios para impedir una Constitución efectivamente democrática.
Pero también aquello nos ilustra la gran subordinación fáctica que –con excepción de los 60-70- la centroizquierda ha tenido con la derecha. De este modo, los partidos o grupos de izquierda no sólo no reaccionaron para nada con dicha involución, sino que hasta los 50 ¡nunca plantearon siquiera en sus programas la introducción de la cédula única! que se obtuvo recién en 1958. Y para qué hablamos de los últimos 30 años en que la centroizquierda legitimó, consolidó y “perfeccionó” el modelo neoliberal impuesto por la dictadura. Y ahora, en que aceptaron mansamente el quórum supramayoritario de los dos tercios en la Convención y en que quieren prorrogar la vigencia del Congreso de la vieja Constitución (¡donde la derecha y la ex Concertación tienen los dos tercios!) para que concrete legislativamente la nueva Constitución…