Inicio Formación Política De la Revolución de Octubre al triunfo del Estalinismo (Parte 1)

De la Revolución de Octubre al triunfo del Estalinismo (Parte 1)

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Juan Ignacio Ramos

Izquierda Revolucionaria, CIT en España.

El levantamiento de los obreros y soldados de Petogrado, en febrero de 1917, marcó el inicio de la revolución rusa. Traída a escena por la Primera Guerra Mundial y el despotismo zarista, el violento despertar de las masas decidió el final de Nicolás II pero no significó que aquellas conquistaran el poder. Es cierto que se daba por descontado que la caída del zar provocaría cambios profundos, lo que no estaba claro era el camino que tomarían los acontecimientos. Para los círculos más perspicaces de la burguesía, del alto estado mayor, de la burocracia del Estado o la alta jerarquía clerical la gravedad de la situación era tan evidente que las maniobras políticas, con el fin de preservar el poder, se sucedieron frenéticamente. La necesidad de lavar la cara del régimen para lograr que permaneciese en pie, hizo que lo que hasta ayer parecía imposible se convirtiera en perfectamente factible. Se inició un periodo de hipocresía y doble lenguaje para embaucar al pueblo.Después de las jornadas de Febrero no cabía pensar en un enfrentamiento abierto con el pueblo insurrecto, y mucho menos recurrir a las tropas contagiadas por la euforia revolucionaria, aunque algunos carcamales lo anhelaran. Había que buscar otras opciones más realistas si se quería contener el vendaval que se venía encima; por eso, cuando las cabezas más destacadas de la “inteligentsia progresista” ofrecieron su colaboración activa para encauzar la situación, se produjo una sensación de respiro. La burguesía liberal, espectadora pasiva de las grandes movilizaciones armadas de San Petersburgo, fue catapultada al gobierno del país, no por mérito propio, sino por decisión de la izquierda conciliadora. Y así, un sistema político moribundo pero empeñado en sobrevivir logró mantenerse a flote.

LA FARSA DE LA COLABORACIÓN DE CLASES

El derrotero de las revoluciones no sigue jamás un curso rectilíneo o prefijado, es mucho más caprichoso y contradictorio de lo que piensan algunos doctrinarios, dicho lo cual no es menos cierto que la revolución y la contrarrevolución tienen leyes generales que invariablemente se hacen presentes tarde o temprano. También es un hecho que en cada revolución social profunda, la conciencia de las masas no se forja de una vez por todas. En las etapas iniciales, después de los primeros triunfos, el ambiente de euforia y confraternización prepara el terreno para los oportunistas y arribistas. Esa atmósfera prevaleció en los meses posteriores a Febrero, cuando el éxito de las masas fue monopolizado por los campeones de la conciliación.

Los dirigentes de los partidos eserista y menchevique constituían ese ala conciliadora, y aunque en tiempos pasados habían disputado entre sí por cuestiones doctrinarias (unos bebían de la tradición populista y anarquista, incluso terrorista, y otros tenían un origen marxista del que habían renegado), ahora estaban solidamente unidos por el espíritu del social-patriotismo y una opinión común respecto a la naturaleza “burguesa” de la revolución rusa. Partiendo de este presupuesto fundamental, el Comité Ejecutivo del Sóviet, dominado por ellos, propuso al comité provisional de la Duma , integrado por políticos burgueses y del viejo régimen, la formación de un Gobierno provisional que se hicieran cargo del poder. Ambos órganos, el Comité del Soviet y el Gobierno provisional, representativos de un poder dual y contradictorio, se apresuraron a protagonizar la gran farsa de la colaboración en aras del “interés nacional y la revolución”.

Siguiendo sus propios presupuestos teóricos, las organizaciones reformistas y los políticos burgueses elevados al poder tenían reformas urgentes que llevar a cabo: acabar con la guerra, repartir la tierra, desarrollar la industria y mejorar el abastecimiento, resolver el problema nacional… cuestiones todas ellas que no traspasaban los límites de las realizaciones democrático-burguesas más elementales. Pero ninguna fue abordada satisfactoriamente. Es más, los hechos demostraron que todas sus promesas a favor de un futuro mejor fueron traicionadas descaradamente.

La burguesía rusa estaba atada a las potencias imperialistas del bloque aliado por sus negocios y pretensiones anexionistas, de lo que resultaba una prioridad su apoyo a una guerra impopular que ya había causado millones de muertos y prisioneros. También eran muchos los vínculos que ataban a esa misma burguesía con la propiedad terrateniente —sobre la que pesaban hipotecas por valor de miles de millones de rublos—; en la práctica muchos burgueses eran a la vez terratenientes y viceversa. Por otro lado, las audaces exigencias de la clase obrera en lo referido a la reducción de la jornada laboral, mejora de los salarios y las condiciones de seguridad, de los servicios sociales y la educación, hacían peligrar la tasa de beneficios de los capitalistas que tanto habían crecido con el lucrativo negocio de la guerra.

En tales circunstancias la política de colaboración de clases se acentuó. Los mencheviques y eseristas sacrificaron todos sus principios “socialistas” en aras del entendimiento con la burguesía. ¿Qué significaba eso? En primer lugar, engañar a los campesinos con discursos mientras renunciaban a la reforma agraria y velaban por la propiedad latifundista. En segundo lugar, traicionar las ansias de paz de los soldados, continuando la guerra hasta la “victoria final” para satisfacción de los aliados y su política imperialista. En tercer lugar, enfrentarse a los trabajadores y sus reivindicaciones que “amenazaban” la prosperidad. Y, en cuarto, pero no menos importante, negar el derecho de autodeterminación a las nacionalidades y naciones oprimidas por la bota del zarismo para regocijo del chovinismo gran ruso. Los gobiernos de colaboración de clases que se fueron sucediendo desde las jornadas de Febrero hasta la insurrección de Octubre no cumplieron ninguna de sus promesas, lo que no les impidió exigir constantes sacrificios a una población exhausta.

Frente a este bloque que trataba de liquidar el poder obrero surgido de la revolución, se alzó un partido todavía minoritario pero que denunció incansablemente esta política y su responsabilidad en conducir a Rusia hacia la catástrofe. Lenin y el Partido Bolchevique, con una posición de clase intransigente, pusieron al descubierto las bases fraudulentas de esta coalición frente-populista. Todavía desde el exilio, Lenin telegrafió a sus correligionarios el 6 de marzo de 1917: “Nuestra táctica: desconfianza absoluta, negar todo apoyo al Gobierno provisional (…) no hay más garantía que armar al proletariado”. Y tras pisar suelo ruso en el mes de abril, en sus primeras palabras al llegar a la estación de Finlandia de Petrogrado, afirmó desafiante: “No está lejos el día en que, respondiendo a nuestro camarada Karl Liebknecht, los pueblos volverán las armas contra sus explotadores (…) La revolución rusa (…) ha iniciado una nueva era. Viva la revolución socialista mundial”.

Durante la revolución de Febrero, el proletariado y los soldados (en su inmensa mayoría campesinos en uniforme) habían establecido a través de los sóviets un embrión de poder obrero que disputaba el gobierno de la sociedad a las viejas instituciones del Estado zarista y a las nuevas que la burguesía y los conciliadores trataban de levantar. Los partidos reformistas subordinaron ese poder embrionario a la burguesía, como un paso necesario para suprimirlo cuando llegara el momento adecuado. Y fue precisamente esa política de conciliación lo que aceleró la radicalización y la desconfianza de amplias capas de la clase trabajadora. La papilla envenenada que suministraban los mencheviques y eseristas en sus discursos rimbombantes, no podía ocultar la permanencia del viejo estado de cosas, la misma explotación y el mismo saqueo practicado por las clases dominantes de Rusia.

Como los grandes marxistas, Lenin se apoyó en la experiencia viva de los acontecimientos para poner al día la teoría y las tareas del movimiento. Combatió a todos aquellos que querían constreñir el movimiento revolucionario a los límites de la llamada “república democrática”, una sombra fantasmagórica y demagógica sobre la que se erguía el poder de los capitalistas, los terratenientes y el Estado Mayor. ¿Cómo llevar a cabo entonces la entrega de la tierra a los campesinos, la paz sin anexiones, la libertad para las nacionalidades oprimidas y el progreso para el pueblo trabajador? Aunque podía suponerse que estas demandas no transgredían el límite de la democracia burguesa, Lenin señalaba que serían satisfechas sólo cuando la clase obrera, en alianza con los campesinos pobres y los soldados, tomara el poder iniciando la transformación socialista de la sociedad. El programa de Lenin pronto se convertiría en la plataforma política del partido bolchevique y de la revolución de Octubre.

LA TEORÍA MARXISTA DE LA REVOLUCIÓN

Marx y Engels enseñaron que las condiciones objetivas para la construcción del socialismo se encontraban maduras en los países capitalistas más avanzados. Esta idea, que ha sido utilizada de manera abusiva para respaldar todo tipo de conclusiones, no es mas que el reconocimiento de que el socialismo necesita de un alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas para hacerse realidad. Marx y Engels jamás afirmaron que la clase obrera debería abstenerse de tomar el poder en los países capitalistas atrasados, o que debiera subordinarse políticamente a la burguesía para llevar a cabo las tareas democráticas de la revolución.

La experiencia revolucionaria de 1848 proporcionó grandes enseñanzas y clarificó mucho de la actitud de la burguesía en aquellas circunstancias históricas:

“La burguesía alemana se había desarrollado con tanta languidez, tan cobardemente y con tal lentitud que, en el momento en que se opuso amenazadora al feudalismo y al absolutismo, se encontró con la oposición del proletariado y de todas las capas de la población urbana cuyos intereses e ideas eran afines a los del proletariado. Y se vio hostilizada no sólo por la clase que estaba detrás, sino por toda la Europa que estaba delante de ella. La burguesía prusiana no era, como la burguesía francesa de 1789, la clase que representaba a toda la sociedad moderna frente a los representantes de la vieja sociedad: la monarquía y la nobleza. Había descendido a la categoría de un estamento tan apartado de la corona como del pueblo, pretendiendo enfrentarse con ambos e indecisa frente a cada uno de sus adversarios por separado, pues siempre los había visto delante o detrás de sí misma; inclinada desde el primer instante a traicionar al pueblo y a pactar un compromiso con los representantes coronados de la vieja sociedad, pues ella misma pertenecía ya a la vieja sociedad”.

Marx y Engels refutaron que la burguesía europea pudiese encabezar una lucha consecuente por las reivindicaciones democráticas en las condiciones del desarrollo capitalista de mediados del siglo XIX. Esa era precisamente la característica contrarrevolucionaria de su etapa de madurez, a diferencia de su época ascendente cuando liquidó el feudalismo y unificó la nación (Inglaterra 1640 o Francia 1789). Insistieron en ello y alertaron a la vanguardia obrera de la necesidad de pelear por sus propios objetivos de clase, independientes también de la pequeña burguesía:

“La actitud del partido obrero revolucionario ante la democracia pequeñoburguesa es la siguiente: marcha con ella en la lucha por el derrocamiento de aquella fracción a cuya derrota aspira el partido obrero; marcha contra ella en todos los casos en que la democracia pequeñoburguesa quiere consolidar su posición en provecho propio. Muy lejos de desear la transformación revolucionaria de toda la sociedad en beneficio de los proletarios revolucionarios, la pequeña burguesía democrática tiende a un cambio del orden social que pueda hacer su vida en la sociedad actual lo más llevadera y confortable (…) Mientras que los pequeños burgueses democráticos quieren poner fin a la revolución lo más rápidamente que se pueda, después de haber obtenido, a lo sumo, las reivindicaciones arriba mencionadas, nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, y no en un solo país, sino en todos los países dominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios de estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”.

Desde entonces, la lucha entre reformismo y revolución, independencia de clase o colaboración con la burguesía, polarizaron y dividieron la socialdemocracia europea y rusa. La polémica cobró una nueva perspectiva a la luz de los acontecimientos del año 1905 cuando la revolución estalló en San Petersburgo y Moscú. En ese momento, una mayoría de dirigentes de la Segunda Internacional, incluidos los rusos, consideraban que Rusia necesitaba de una revolución burguesa nacional para convertirse en un país capitalista moderno y abatir los vestigios de feudalismo. De aquí se desprendía una idea cardinal: el proletariado debía limitarse a actuar como fuerza auxiliar de la burguesía liberal sin sobrepasar el marco de las reivindicaciones democráticas burguesas, y sólo después de un período prolongado (e indefinido) de desarrollo capitalista, la clase obrera agruparía las fuerzas suficientes para iniciar la transformación de la sociedad, utilizando los mecanismos del parlamentarismo. En definitiva, la revolución se presentaba como una sucesión de etapas: primero, una fase democrático burguesa, y luego, la fase socialista.

La teoría etapista de la revolución, en la medida que convertía en un fin estratégico la defensa de la democracia burguesa, llevó inevitablemente a que la mayoría de los líderes de la Segunda Internacional capitularan ante sus burguesías nacionales en 1914. Posteriormente prestarían su entusiasta colaboración para aplastar la revolución en Rusia y en numerosos países europeos.

Frente a esta distorsión de los fundamentos del socialismo se rebelaron Rosa Luxemburgo, Lenin y Trotsky. La batalla contra el revisionismo se libró sobre el concepto de clase del Estado y la democracia, el papel del parlamentarismo burgués y las reformas bajo el capitalismo, el sindicalismo y el partido, la política de alianzas o el imperialismo y las crisis, entre otros aspectos relevantes.

En el caso de Rusia, Lenin había estudiado tempranamente la cuestión en su famoso libro El desarrollo del capitalismo en Rusia, y sus conclusiones fueron posteriormente realzadas por Rosa Luxemburgo y Trotsky. Rusia se había incorporado tarde a la economía capitalista mundial y sufría una fuerte dependencia de los capitales exteriores, franceses e ingleses mayoritariamente. Su estructura económica y social estaba marcada por la supervivencia de relaciones semifeudales: la servidumbre de la gleba había sido abolida en 1861, pero la tierra no se repartió sino que sufrió un proceso agudo de concentración en manos de una oligarquía de nobles y burgueses terratenientes. Millones de campesinos desposeídos arrastraban una vida miserable en la aldea, y los pequeños propietarios y arrendatarios sobrevivían con enormes privaciones.

El atraso endémico del campo coexistía con las grandes fábricas e industrias de los principales núcleos urbanos, muchas de ellas altamente tecnificadas. La burguesía liberal, aunque no tenía en sus manos el monopolio del poder político del Estado —bajo control del zar y la nobleza—, sí formaba un bloque social y económico con el régimen autocrático, que por otra parte velaba por sus lucrativos negocios. En todas las ocasiones en que pudo encabezar la lucha contra el zarismo, como en 1905, la burguesía liberal optó por aliarse con él contra la acción revolucionaria del proletariado. Demostró que su defensa de la democracia terminaba allí donde empezaban sus ingresos y privilegios.

Respondiendo a estas posturas reformistas, los marxistas rusos demostraron que la burguesía, debido a su debilidad y a su dependencia del capital imperialista, era incapaz de llevar a cabo las tareas de su propia revolución: la reforma agraria, el desarrollo industrial y el fin de la opresión nacional. No era la burguesía, sino la clase obrera encabezando a la nación, especialmente a las masas de campesinos pobres, la que tenía en sus manos la resolución de dichos problemas. León Trotsky lo resumió en su teoría de la revolución permanente:

“La idea de la revolución permanente fue formulada por los grandes comunistas de mediados del siglo XIX, por Marx y sus adeptos, por oposición a la ideología democrática, la cual, como es sabido, pretende que, con la instauración de un Estado ‘racional’ o democrático, no hay ningún problema que no pueda ser resuelto por la vía pacífica, reformista o progresiva. Marx consideraba la revolución burguesa de 1848 únicamente como un preludio de la revolución proletaria. Y, aunque ‘se equivocó’, su error fue un simple error de aplicación, no metodológico. (…) El ‘marxismo’ vulgar se creó un esquema de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa conquista tarde o temprano un régimen democrático, a la sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones creadas por la democracia, se organiza y educa poco a poco para el socialismo. Sin embargo, el tránsito al socialismo no era concebido por todos de un modo idéntico: los reformistas sinceros (tipo Jaurès) se lo representaban como una especie de fundación reformista de la democracia con simientes socialistas. Los revolucionarios formales (Guesde) reconocían que en el tránsito al socialismo sería inevitable aplicar la violencia revolucionaria. Pero tanto unos como otros consideraban a la democracia y al socialismo, en todos los pueblos, como dos etapas de la evolución de la sociedad no sólo independientes, sino lejanas una de otra. (…)

La teoría de la revolución permanente, resucitada en 1905, declaró la guerra a estas ideas, demostrando que los objetivos democráticos de las naciones burguesas atrasadas conducían, en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que ésta ponía a la orden del día las reivindicaciones socialistas. En esto consistía la idea central de la teoría. Si la opinión tradicional sostenía que el camino de la dictadura del proletariado pasaba por un prolongado período de democracia, la teoría de la revolución permanente venía a proclamar que, en los países atrasados, el camino de la democracia pasaba por la dictadura del proletariado (…) El segundo aspecto de la teoría caracteriza ya a la revolución socialista como tal. A lo largo de un período de duración indefinida y de una lucha interna constante, van transformándose todas las relaciones sociales. La sociedad sufre un proceso de metamorfosis. (…) En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal (…) El carácter internacional de la revolución socialista, que constituye el tercer aspecto de la teoría de la revolución permanente, es consecuencia inevitable del estado actual de la economía y de la estructura social de la humanidad. El internacionalismo no es un principio abstracto, sino únicamente un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del alcance mundial de la lucha de clases. La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas (…) Considerada desde este punto de vista, la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón de la cadena internacional. La revolución internacional representa de suyo, pese a todos los reflujos temporales, un proceso permanente”.

En abril de 1917, las ideas de Trotsky y el programa leninista de la revolución confluyeron plenamente. Lenin expuso sus famosas Tesis de Abril   en varias reuniones de militantes bolcheviques y mencheviques, causando sensación entre la base y hostilidad entre los dirigentes mencheviques y muchos de los llamados “viejos bolcheviques”. Las ideas esenciales de las Tesis se pueden resumir en los siguientes puntos: A) La guerra es imperialista, de rapiña. Es imposible acabar con ella, con una paz democrática, sin derrocar el capitalismo. B) La tarea de la revolución es poner el poder en manos del proletariado y los campesinos pobres. Ningún apoyo al Gobierno Provisional. No a la república parlamentaria, volver a ella desde los sóviets es un paso atrás. Por una república de los sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos. C) Supresión de la burocracia, el ejército y la policía. Armamento general del pueblo. D) Nacionalización de todas las tierras y puesta a disposición de los sóviets locales de jornaleros y campesinos. E) Nacionalización de la banca bajo control obrero. F) La revolución rusa es un eslabón de la revolución socialista mundial. Hay que construir inmediatamente una internacional revolucionaria, rompiendo con la Segunda Internacional.

No sólo las Tesis, otros folletos y escritos, como La catástrofe que nos amenaza y como combatirla, de septiembre de 1917, representaban una consistente respuesta a las teorías etapistas y frente-populistas. Es sabido que Lenin reorientó enérgicamente las filas bolcheviques hacia la toma del poder defendiendo el carácter socialista de la revolución rusa. Sólo rompiendo con las relaciones de propiedad capitalista y expropiando al capital financiero, derrocando el Estado burgués y sustituyéndolo por un Estado obrero de transición, sería posible instaurar un régimen realmente democrático.

EL OCTUBRE SOVIÉTICO

La fase abierta con la revolución de Febrero frustró todas las expectativas de una población llevada al límite: ninguna de las reformas prometidas se concretó, pero los capitalistas y el Estado Mayor ruso, conscientes de que los meses transcurridos no habían servido para descarrilar el movimiento, preparaban cuidadosamente un golpe contrarrevolucionario.

Ese tiempo supuso una gran escuela para millones de obreros, campesinos y soldados. Las jornadas de Julio, la represión contra los bolcheviques, la ofensiva en el frente occidental, el intento de golpe fascista de Kornílov… todos estos acontecimientos, y las conclusiones que las masas derivaron de ellos, terminaron por inclinar la balanza a favor de los bolcheviques y la política de Lenin y Trotsky. El apoyo al partido y al programa de la revolución socialista creció irresistiblemente en los sóviets, los regimientos y el campo.

Las semanas previas a Octubre pusieron de manifiesto la importancia del factor subjetivo, es decir, el partido y su dirección. La comprensión correcta de la situación del momento, la evaluación sobria de la correlación de fuerzas entre las clases y la confianza en los trabajadores revolucionarios, hicieron posible el triunfo.

“En 1917 — escribía Trotsky— Rusia atravesaba por una crisis social extrema. Sin embargo, las lecciones de la historia nos permiten decir con certeza que de no haber existido el Partido Bolchevique, la colosal energía revolucionaria de las masas se hubiera despilfarrado en explosiones esporádicas y que la culminación de las grandes conmociones hubiera sido la más severa dictadura contrarrevolucionaria. La lucha de clases es el gran motor de la historia. Necesita un programa justo, un partido fir¬me, una dirección valiente y digna de confianza; no héroes de salón y del conciliábulo parlamentario, sino revolucionarios dispuestos a llegar hasta el fin. Esta es la gran lección de la Revolución de Octubre”.

La decisión final del Comité Central bolchevique, reunido el día 10, fue trascendental. Después de que la mayoría de los sóviets de obreros, soldados y campesinos, junto con los regimientos y los cuarteles de Petrogrado se hubieran pronunciado por el poder de los sóviets y contra el gobierno capitalista, las condiciones para la insurrección estaban maduras. En palabras de Lenin, la historia no perdonaría a los revolucionarios que pudiendo vencer hoy corren el riesgo de perderlo todo si aguardan a mañana.

El Comité Militar Revolucionario (CMR), organismo militar creado por los bolcheviques y encabezado por Trotsky, agrupaba a 200.000 soldados, 40.000 guardias rojos y decenas de miles de marineros. El 24 de octubre (7 de noviembre según el calendario vigente en Rusia en aquel entonces), las tropas del CMR, coordinadas desde el Instituto Smolny, trabajaron durante todo el día y toda la noche ocupando puentes, estaciones, cruces, edificios… Veinticuatro horas después, el Palacio de Invierno estaba tomado y los ministros del Gobierno de coalición detenidos. El último reducto del poder burgués había pasado a manos del CMR prácticamente de forma incruenta.

Ese mismo día, el II Congreso de los Sóviets, con mayoría bolchevique y de los eseristas de izquierdas, tomaba el poder en sus manos y alumbraba al primer gobierno obrero de la historia. El internacionalismo proletario fue inscrito en la primera resolución aprobada por el Congreso: un llamamiento a todos los pueblos en guerra para luchar por una paz democrática y sin anexiones. Los trabajadores de Rusia habían dado el primer paso, habían señalado a los oprimidos del mundo el camino a seguir, que era posible derrocar el capitalismo y empezar a construir una sociedad nueva.

La opinión pública burguesa y sus académicos a sueldo han intentado, y siguen intentándolo generación tras generación, descalificar la revolución de Octubre con todos los medios a su alcance. De entre la montaña de calumnias y distorsiones vertidas a lo largo de casi un siglo, la más persistente y afirmada en decenas de libros y folletos que son presentados como trabajos respetables y “científicos”, transforma el Octubre soviético en un golpe de Estado que truncó, supuestamente, el florecimiento de un régimen democrático y parlamentario. Pero la verdad histórica no se puede conciliar con esta visión. Lejos de una democracia parlamentaria burguesa, el fracaso de Octubre habría dado paso a una dictadura militar fascista, un régimen de horror y represión más sangriento, si cabe, que el zarismo.

Constantemente se ha intentado estigmatizar la revolución de Octubre como una orgía de sangre y violencia, otra distorsión absolutamente contraria a la verdad. La insurrección en Petrogrado, la capital revolucionaria, fue esencialmente pacífica y se hizo de forma democrática: la aplastante mayoría de la clase obrera, los campesinos y los soldados, representados en los sóviets de toda Rusia, respaldaban a los bolcheviques y su programa de “paz, pan y tierra” y “todo el poder a los soviets”. El carácter democrático y popular de esa revolución fue advertido por todos los testigos de aquellos sucesos, incluso por los que no compartían sus fines pero no estaban nublados por el odio de clase. El nuevo orden revolucionario se tenía que levantar sobre la participación consciente de las masas, sin la cual la revolución estaría abocada al fracaso. En diciembre de 1917 Lenin señalaba:

“Una de las tareas más importantes, si no la más importante, de la hora presente consiste en desarrollar con la mayor amplitud esa libre iniciativa de los obreros y de todos los trabajadores y explotados en general en su obra creadora de organización. Hay que desvanecer a toda costa el viejo prejuicio absurdo, salvaje, infame y odioso de que sólo las llamadas ‘clases superiores’, sólo los ricos o los que han cursado la escuela de las clases ricas, pueden administrar el Estado, dirigir la estructura orgánica de la sociedad capitalista”.

El III Congreso de los Sóviets de toda Rusia (enero de 1918) aprobó una directiva traspasando todos los poderes de la vieja administración zarista a los sóviets locales: “Todo el país tiene que quedar cubierto por una red de nuevos sóviets”. En ese congreso, Lenin insistió que las masas debían tomar la iniciativa: “…se envían con mucha frecuencia al gobierno delegaciones de obreros y campesinos que preguntan cómo deben proceder, por ejemplo, con estas o aquellas tierras. Y yo mismo me he encontrado con situaciones embarazosas al ver que no tenían un punto de vista muy definido. Y les decía: ustedes son el poder, hagan lo que deseen hacer, tomen todo lo que les haga falta, les apoyaremos”. Pocos meses después, el congreso del Partido Bolchevique, declararía que “una minoría, el partido, no puede implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos”.

Octubre alumbró el régimen más democrático de la historia. Los partidos burgueses gozaron de libertad de acción y propaganda en los meses posteriores. Pero los capitalistas rusos y sus aliados imperialistas no podían tolerar una revolución que los había expulsado del poder y amenazaba con transformarse en un imán para las masas de occidente. La reacción de la burguesía y los gobiernos de toda Europa fue brutal: a principios de 1918, fuerzas navales francesas y británicas ocuparon Múrmansk y Arcángel, y poco después marchaban hacia Petrogrado. En abril, los japoneses entraron en Vladivostok, mientras fuerzas militares alemanas ocupaban Polonia, Lituania, Letonia y Ucrania, en colaboración con los generales blancos Krásnov y Wrangel.

La ofensiva de las bandas armadas de la contrarrevolución, dispuesta a ajustar cuentas con aquellos que habían osado tocar la propiedad sagrada de los millonarios y terratenientes rusos, y de los banqueros y especuladores imperialistas, duró cinco años. Hasta veintiún ejércitos imperialistas agredieron militarmente a la Rusia revolucionaria para acabar con el joven Estado obrero. Pero los trabajadores y los campesinos, bajo la dirección política de los bolcheviques, organizaron una asombrosa resistencia y triunfaron. La clave de su éxito no fue la superioridad del armamento ni la ayuda de una potencia exterior, sino la voluntad y la moral de millones de combatientes que peleaban por la tierra y las fábricas, por el futuro de sus familias. El programa revolucionario del bolchevismo se convirtió en el arma más poderosa, capaz de levantar de las ruinas de una sociedad descompuesta por tres años de guerra mundial, un poderoso Ejército Rojo de más de cinco millones de hombres.

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