Conferencia que pronunció Trotsky el 27 de noviembre de 1932, invitado por una Asociación de estudiantes socialdemócratas, en el stadium de Copenhague, Dinamarca.
Queridos oyentes:
Permítanme, en primer término, expresar mi sincero pesar de no poder hablar en lengua danesa ante un auditorio de Copenhague. No sabemos si los oyentes perderán algo por ello. En lo que concierne al conferenciante, la ignorancia del idioma danés le quita la posibilidad de seguir la vida y la literatura escandinavas directamente, de primera mano y en el original. ¡Y esto es una gran pérdida!
El idioma alemán, al cual estoy obligado a recurrir aquí, es potente y rico; pero “mi lengua alemana” es bastante limitada. Además, cuando se trata de cuestiones complicadas sólo es posible explicarse con la necesaria libertad en la propia lengua. Por lo tanto, pido por adelantado la indulgencia del auditorio.
La primera vez que estuve en Copenhague fue con motivo del Congreso socialista internacional, y guardé siempre los mejores recuerdos de vuestra ciudad. Pero esto se remonta a casi un cuarto de siglo. En el Ore-Sund y en los fiordos, el agua ha cambiado muchas veces. Pero no sólo el agua. La guerra ha quebrado la columna vertebral del viejo continente europeo. Los ríos y los mares de Europa han transportado con ellos mucha sangre humana. La humanidad, en particular su parte europea, ha pasado por duras pruebas; se ha vuelto más sombría, más brutal. Todas las formas de lucha se han hecho más ásperas. El mundo ha entrado en una época de grandes cambios. Sus exteriorizaciones extremas son la guerra y la revolución.
Antes de pasar al tema de mi conferencia –la Revolución Rusa–, creo un deber expresar mi agradecimiento a los organizadores de este acto, la Asociación de Copenhague de Estudiantes Socialdemócratas. Lo hago en calidad de adversario político. Es verdad que mi conferencia trata sobre cuestiones histórico-científicas y no de tareas políticas. Subrayo esto también desde el principio. Pero es imposible hablar de una revolución de la que ha surgido la República de los Soviets sin plantear una posición política. En mi calidad de conferenciante, mi bandera sigue siendo la misma que aquélla bajo la cual participé en los acontecimientos revolucionarios.
Hasta la guerra, el partido bolchevique perteneció a la socialdemocracia internacional. El 4 de agosto de 1914, el voto de la socialdemocracia alemana en favor de los créditos de guerra puso fin, de una vez para siempre, a esta unidad y abrió la era de la lucha incesante e intransigente del bolchevismo contra la socialdemocracia. ¿Significa esto, por tanto, que los organizadores de esta reunión han cometido un error al invitarme como conferenciante? En todo caso, el auditorio estará en condiciones de juzgarlo solamente después de mi conferencia. Para justificar mi aceptación a la amable invitación para hacer una exposición sobre la Revolución Rusa, me permitiré recordar que durante los 35 años de mi vida política, el tema de la Revolución Rusa ha sido el eje práctico y teórico de mis preocupaciones y de mis actos. Quizás esto me de algún derecho a esperar que lograré ayudar no sólo a mis amigos y simpatizantes, sino también a los adversarios –al menos en parte– a comprender mejor diversos rasgos de la revolución que hasta hoy escapaban a su atención. Sin embargo, el objetivo de mi conferencia es ayudar a comprender. No me propongo aquí propagar ni llamar a la revolución, sólo quiero explicarla.
No sé si en el Olimpo escandinavo había también una diosa de la rebelión. Lo dudo. De cualquier modo, no solicitaremos hoy sus favores. Vamos a poner nuestra conferencia bajo el signo de Snotra, la vieja diosa del conocimiento. No obstante el carácter dramático de la revolución como acontecimiento vital, trataremos de estudiarla con la impasibilidad del anatomista. Si el conferenciante a causa de ello resulta más seco, los oyentes, espero, sabrán justificarlo.
Para empezar, fijemos algunos principios sociológicos elementales que son sin duda familiares a todos ustedes; pero que debemos tener presentes al ponernos en contacto, con un fenómeno tan complejo como la revolución.
La Concepción Materialista de la Historia
La sociedad humana es el resultado histórico de la lucha por la existencia y de la seguridad en el mantenimiento de las generaciones.
El carácter de la sociedad es determinado por el carácter de su economía; el carácter de su economía es determinado por el de sus medios de producción.
A cada gran época en el desarrollo de las fuerzas productivas corresponde un régimen social definido. Hasta ahora cada régimen social ha asegurado enormes ventajas a la clase dominante.
De lo dicho resulta evidente que los regímenes sociales no son eternos. Nacen históricamente y se convierten en obstáculos al progreso ulterior. “Todo lo que nace es digno de perecer”.
Pero nunca una clase dominante ha depuesto voluntaria y pacíficamente su poder. En las cuestiones de vida y muerte los argumentos fundados en la razón nunca han reemplazado a los argumentos de la fuerza. Esto es triste decirlo; pero es así. No hemos sido nosotros los que hemos hecho este mundo. Sólo podemos tomarlo tal cual es.
El significado de la Revolución
La revolución significa un cambio del régimen social.
Ella trasmite el poder de las manos de una clase que ya está agotada a las manos de otra clase en ascenso. La insurrección constituye el momento más crítico y más agudo en la lucha de dos clases por el poder. La sublevación sólo puede conducir a la victoria real de la revolución y al levantamiento de un nuevo régimen en el caso de que se apoye sobre una clase progresiva capaz de agrupar alrededor suyo a la aplastante mayoría del pueblo.
A diferencia de los procesos de la naturaleza, la revolución es realizada por los hombres y a través de ellos. Pero en la revolución también los hombres actúan bajo la influencia de condiciones sociales que no son libremente elegidas por ellos, sino que son heredadas del pasado y que les señalan imperiosamente el camino. Precisamente por esto, y nada más que por esto, es que la revolución tiene sus propias leyes.
Pero la conciencia humana no refleja pasivamente las condiciones objetivas. Ella tiene el hábito de reaccionar activamente sobre éstas. En ciertos momentos esta reacción adquiere un carácter de masa, crispado, apasionado. Las barreras del derecho y del poder se derrumban. Precisamente, la intervención activa de las masas en los acontecimientos constituye el elemento principal de la revolución.
Y, sin embargo, la actividad más fogosa puede quedar simplemente reducida al nivel de una demostración, de una rebelión, sin elevarse a la altura de la revolución. La sublevación de las masas debe conducir al derribamiento de la dominación de una clase y al establecimiento de la dominación de otra. Solamente así tendremos una revolución consumada. La sublevación de las masas no es una empresa aislada que se puede desencadenar voluntariamente. Representa un elemento objetivamente condicionado en el desarrollo de la sociedad. Pero las condiciones de la sublevación existentes no deben esperarse pasivamente, con la boca abierta: en los acontecimientos humanos también hay, como dijo Shakespeare, flujos y reflujos: “There is a tide in the affairs of men which taken at the flood, leads on to fortune”[1] . Para barrer el régimen que se sobrevive, la clase progresiva debe comprender que ha sonado su hora y proponerse la tarea de la conquista del poder. Aquí se abre el campo de la acción revolucionaria consciente, donde la previsión y el cálculo se unen a la voluntad y a la audacia. Dicho de otra manera: aquí se abre el campo de la acción del partido.
El golpe de Estado
El partido revolucionario reúne en él lo mejor de la clase progresiva.
Sin un partido capaz de orientarse en las circunstancias, de apreciar la marcha y el ritmo de los acontecimientos y de conquistar a tiempo la confianza de las masas, la victoria de la revolución proletaria es imposible. Tal es la relación de los factores objetivos y subjetivos de la revolución y de la insurrección. Como ustedes saben, en las discusiones, los adversarios –en particular en la teología– tienen la costumbre de desacreditar frecuentemente la verdad científica llevándola al absurdo. Esta verdad se llama en lógica reductio ad absurdum. Vamos a tratar de seguir el camino opuesto, es decir, que tomaremos como punto de partida un absurdo con el objetivo de aproximarnos con mayor seguridad a la verdad. En todo caso, no se puede protestar por falta de absurdos. Tomemos uno de los más frescos y más crecientes.
El escritor italiano Malaparte[2] , algo así como un teórico fascista –también existe esto–, ha publicado recientemente un libro sobre la técnica del golpe de Estado. El autor consagra, naturalmente, un número no despreciable de páginas de su “investigación” a la insurrección de Octubre.
A diferencia de la “estrategia” de Lenin, que permanece unida a las relaciones sociales y políticas de la Rusia de 1917, “la táctica de Trotsky –según las palabras de Malaparte– no tiene ninguna relación con las condiciones generales del país”. ¡Tal es la idea principal de la obra! Malaparte obliga a Lenin y a Trotsky en las páginas de su libro a entablar numerosos diálogos en los cuales los interlocutores dan prueba de tan poca profundidad de pensamiento como la naturaleza puso a disposición de Malaparte. A las objeciones de Lenin sobre las premisas sociales y políticas de la insurrección, Malaparte atribuye a Trotsky la respuesta literal siguiente: “Vuestra estrategia exige demasiadas condiciones favorables; la insurrección no necesita nada, ella se basta a sí misma”. ¿Ustedes entienden?; “la insurrección no necesita nada”. Tal es precisamente, queridos oyentes, el absurdo que debe servirnos para aproximarnos a la verdad. El autor repite con persistencia que en Octubre no fue la estrategia de Lenin, sino la táctica de Trotsky lo que triunfó. Esta táctica amenaza, según sus propias palabras, aun en la actualidad, la tranquilidad de los Estados europeos. “La estrategia de Lenin –cito textualmente– no constituye ningún peligro inmediato para los gobiernos de Europa. La táctica de Trotsky constituye para éstos un peligro actual y, por tanto, permanente”. Más concretamente: “Pongan a Poincaré[3] en lugar de Kerensky, y el golpe de Estado bolchevique de Octubre de 1917 habría logrado el éxito igualmente”. Resulta difícil creer que semejante libro sea traducido a diversos idiomas y admitido seriamente. En vano trataríamos de profundizar por qué, en general, la estrategia de Lenin que depende de las condiciones históricas, es necesaria, si la “táctica de Trotsky” permite resolver la misma tarea en todas las situaciones. ¿Y por qué las revoluciones victoriosas son tan raras, si para su triunfo, sólo basta con un par de recetas técnicas?
El diálogo entre Lenin y Trotsky presentado por el escritor fascista es, en el espíritu como en la forma, una invención inepta desde el principio al fin. Semejantes invenciones circulan muchas por el mundo. Por ejemplo, acaba de editarse en Madrid, bajo mi firma, un libro: Vida de Lenin, del cual soy tan poco responsable como de las recetas tácticas de Malaparte. El semanario de Madrid Estampa publicó este supuesto libro de Trotsky sobre Lenin en extractos de capítulos enteros que contienen ultrajes abominables contra la memoria del hombre que yo estimaba y que estimo incomparablemente más que a cualquiera otro entre mis contemporáneos.
Pero abandonemos a los falsarios a su suerte. El viejo Wilhelm Liebknecht, el padre del combatiente y héroe inmortal, Karl Liebknecht[4], acostumbraba repetir: “El político revolucionario debe estar provisto de una gruesa piel”. El doctor Stockmann, más expresivo aún, recomendaba a todo el que se propusiera ir al encuentro de la opinión pública no ponerse los pantalones nuevos. Registremos estos dos buenos consejos y pasemos al orden del día.
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