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DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE AL TRIUNFO DEL ESTALINISMO (PARTE 4 Y FINAL)

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EL FRENTE POPULAR

Stalin se había mantenido en el poder, pero el régimen de bonapartismo proletario de la URSS distaba mucho de ser estable. Esta era la causa de los constantes movimientos de la casta burocrática, inducidos personalmente por Stalin, a fin de lograr la “seguridad interna” del régimen y su defensa exterior. Tras los acontecimientos de 1933 los dirigentes soviéticos intentaron el acercamiento con la Alemania de Hitler: “Naturalmente está muy lejos de entusiasmarnos el régimen fascista de Alemania. Pero no se trata aquí del fascismo, por la sencilla razón que el fascismo en Italia, por ejemplo, no ha impedido a la URSS establecer las mejores relaciones diplomáticas con dicho país.” El rechazo de Hitler empujó a Stalin a buscar refugió en la “legalidad internacional”: la URSS se adhirió a la Sociedad de Naciones, denunciada por Lenin como una “cocina de ladrones”, y delineó para la Comintern la política de “seguridad colectiva” basada en el frente común con las “potencias democráticas”, especialmente Francia. El Frente Popular estaba servido.

El VII Congreso de la IC, reunido en Moscú a partir del 25 de julio, dio luz verde a esta política que consagraba las alianzas de los Partidos Comunistas con la socialdemocracia y formaciones burguesas de diferente signo, aparentemente en defensa de la “democracia” y con el objetivo de conjurar la “amenaza fascista”. El giro frentepopulista representó una regresión a los viejos postulados de la colaboración de clases defendidos por los dirigentes de la Segunda Internacional. Como ya hemos señalado al inicio de este trabajo es posible remontarse a los escritos de Marx y Engels, especialmente tras las experiencias revolucionarias de 1848 y 1871, para entender el repudió de los fundadores del socialismo científico a las alianzas estratégicas con la burguesía.

En el contexto de la crisis revolucionaria que sacudió Francia a lo largo de 1936, y que en España adquirió su grado más agudo entre las elecciones de febrero de ese año y el estallido revolucionario inmediatamente posterior al golpe militar del 18 de julio, la política frentepopulista y de colaboración de clases de los dirigentes del PCUS, y en consecuencia de la IC, completaría el círculo de su degeneración política. La teoría del socialismo en un solo país se concretaba, en 1935, como un muro de contención contra la revolución social gracias a la farsa de estas alianzas interclasistas.

Cuando más necesario era un programa de independencia de clase; cuando más urgente se hacía liberar a la sociedad de las tenazas de la oligarquía financiera e industrial y del peso muerto de los terratenientes, los dirigentes estalinistas teorizaban la defensa de la “democracia burguesa”, se sacudían de encima toda la experiencia histórica del bolchevismo, y asfaltaban el camino a la derrota de los obreros españoles y franceses. Pero todo esto, incluyendo sus acuerdos diplomáticos con las potencias “democráticas” y el infame pacto germano-soviético de 1939, no evitó ni la Guerra Mundial ni la agresión hitleriana contra la URSS.

La posición de Lenin sobre la política frentepopulista, y su crítica de las concepciones reformistas sobre el Estado, es ampliamente conocida. El Estado y la Revolución, o las Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado elaboradas por el líder bolchevique y presentadas al I Congreso de la Internacional Comunista (1919), son suficientemente claros. Incluso en el momento en que Lenin no pensaba que pudiera triunfar una revolución socialista en Rusia antes que en Europa Occidental, se opuso tenazmente contra todo tipo de acuerdos o alianzas políticas con la burguesía. Siempre rechazó con vehemencia la idea de un bloque programático con los liberales, por experiencia sabía que los “demócratas burgueses” traicionarían inevitablemente la lucha. Lenin combatió, con todas las consecuencias que ello implicaba, integrarse o apoyar un gobierno de coalición con la burguesía liberal, postura defendida y llevada a la práctica por los mencheviques desde febrero hasta octubre de 1917, y sobre esa base levantó todo su programa para la toma del poder.

Cuando al calor de la experiencia de la revolución rusa Lenin escribió El Estado y la revolución, su impacto en las filas bolcheviques y en el movimiento obrero internacional fue tremendo:

“En ese momento Lenin dirigió todo el fuego de su crítica teórica contra la teoría de la democracia pura. Sus innovaciones fueron las de un restaurador. Limpió la doctrina de Marx y Engels —el Estado como instrumento de la opresión de clases— de todas las amalgamas y falsificaciones, devolviéndole su intransigente pureza teórica. Al mito de la democracia pura contrapuso la realidad de la democracia burguesa, edificada sobre los cimientos de la propiedad privada y trasformada por el desarrollo del proceso en instrumento del imperialismo. Según Lenin, la estructura de clase del estado, determinada por la estructura de clase de la sociedad, excluía la posibilidad de que el proletariado conquistara el poder dentro de los marcos de la democracia y empleando sus métodos. No se puede derrotar a un adversario armado hasta los dientes con los métodos impuestos por el propio adversario si, por añadidura, es también el árbitro supremo de la lucha.”

Y fue precisamente en las mencionadas Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado, que Lenin escribió sopesando cada palabra con la mente puesta en la formación de los cuadros de la nueva Internacional, cuando más tajantemente se pronunció al respecto:

“(…) 4. Todos los socialistas, al explicar el carácter de clase de la civilización burguesa, de la democracia burguesa, del parlamentarismo burgués, han expresado el pensamiento que con la máxima precisión científica formularon Marx y Engels al decir que la república burguesa, aun la más democrática, no es más que una máquina para la opresión de la clase obrera por la burguesía, de la masa de los trabajadores por un puñado de capitalistas. No hay ni un solo revolucionario, ni un solo marxista de los que hoy vociferan contra la dictadura y en favor de la democracia que no jure y perjure ante los obreros por todo lo humano y lo divino que reconoce ese axioma fundamental del socialismo; pero ahora, cuando el proletariado revolucionario atraviesa un estado de efervescencia y se pone en movimiento para destruir esa máquina de opresión y para conquistar la dictadura proletaria, esos traidores al socialismo presentan las cosas como si la burguesía regalase a los trabajadores una “democracia pura”, como si la burguesía hubiera renunciado a la resistencia y estuviese dispuesta a someterse a la mayoría de los trabajadores, como si no hubiese existido y no existiese ninguna máquina estatal para la opresión del trabajo por el capital en la república democrática (…)

“(…) 20. La destrucción del poder del Estado es un fin que se han planteado todos los socialistas, entre ellos, y a la cabeza de ellos, Marx. Si no se logra ese fin no puede realizarse la verdadera democracia, es decir, la igualdad y la libertad. A este objetivo conduce en la práctica únicamente la democracia soviética o proletaria, pues, al atraer a la participación permanente e ineludible en la dirección del Estado a las organizaciones de masas de los trabajadores, comienza en seguida a preparar la plena extinción de todo Estado (…)”

Las tesis de Lenin fueron escritas en un momento crítico para la URSS, cuando era acosada por la intervención de 21 ejércitos imperialistas. En esas condiciones extremas, el líder bolchevique nunca abandonó el método y el programa marxista. Aducir, como han hecho numerosos autores estalinistas para justificar la política de Frente Popular, que la proximidad de la guerra mundial y la amenaza sobre la URSS hacía necesario este tipo de “acuerdos” con la burguesía imperialista, no se sostiene. Y esos eran precisamente los argumentos centrales esgrimidos en el VII Congreso de la IC por Dimitrov:

“Nuestra actitud ante la democracia burguesa no es la misma en todas las circunstancias. Así, por ejemplo, durante la revolución de Octubre los bolcheviques rusos libraron una lucha, a vida o muerte, contra todos los partidos políticos que se alzaban contra la instauración de la dictadura del proletariado bajo la bandera de la defensa de la democracia burguesa. Los bolcheviques luchaban contra estos partidos, porque la bandera de la democracia burguesa era entonces el banderín de enganche de todas las fuerzas contrarrevolucionarias para luchar contra el triunfo del proletariado. Otra es hoy la situación en los países capitalistas. Hoy, la contrarrevolución fascista ataca a la democracia burguesa, esforzándose por someter a los trabajadores al régimen más bárbaro de explotación y aplastamiento. Hoy las masas trabajadoras de una serie de países occidentales se ven obligados a escoger, concretamente para el día de hoy, no entre la dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo.”

Los anteriores párrafos fueron escritos después de la derrota alemana y el triunfo completo de Hitler, y cuando Francia y España hervían. Pero las lecciones de esos acontecimientos no llevaron a Stalin y sus acólitos a sacar ninguna conclusión positiva, ni a reencontrase con el abc del marxismo. Por el contrario, intentando borrar las huellas de sus errores se pasaron abiertamente a la trinchera de la colaboración de clases. Para insistir en la cuestión fundamental: lo que ocultaba Dimitrov era que los bolcheviques tuvieron que decidir también en unas circunstancias parecidas a las que se planteaban ante el movimiento comunista internacional en 1935. Cuando Kornilov encabezó el golpe militar en agosto de 1917 con la complicidad de los burgueses y la colaboración indirecta de Kerensky, jefe del gobierno de coalición, lo que pretendía era aplastar las conquistas democráticas arrancadas por la revolución de Febrero. En el caso de haber triunfado, su dictadura contrarrevolucionaria, fascista, hubiera acabado con el “parlamentarismo” y desencadenado una brutal represión contra la izquierda. La respuesta de los bolcheviques, y particularmente de Lenin, no fue agitar a favor de la “democracia burguesa”, sino la defensa armada del Petrogrado revolucionario y la aceleración de la toma del poder por parte de los trabajadores a través de los sóviets, lo que suponía la caída del gobierno de coalición entre la burguesía y los socialistas conciliadores.

Esa fue la esencia de la política leninista en aquellos momentos en que la amenaza fascista se cernía sobre la Rusia revolucionaria:

“Después de haber conquistado la mayoría en los sóviets de diputados obreros y soldados de ambas capitales —escribió Lenin— los bolcheviques pueden y deben tomar en sus manos el poder del Estado. Pueden, pues la mayoría activa de los elementos revolucionarios del pueblo de ambas capitales es suficiente para llevar tras de sí a las masas, vencer la resistencia del enemigo, derrotarlo, conquistar el poder y sostenerse en él; pueden, pues al proponer en el acto la paz democrática, entregar en el acto la tierra a los campesinos y restablecer las instituciones y libertades democráticas, aplastadas y destrozadas por Kerensky, los bolcheviques formarán un gobierno que nadie podrá derrocar (…).”

Lenin y los bolcheviques ni antes ni después de Octubre confiaron la suerte de la revolución rusa, ni de la URSS, ni por supuesto de la revolución mundial, a la colaboración política con la burguesía de Francia, de Gran Bretaña, de Alemania, ni de ningún otro país. Su posición fue siempre estimular la acción revolucionaria de los obreros de todo el mundo. Esta era la mejor garantía de defensa de la Unión Soviética, la mayor aportación para la construcción del socialismo en Rusia, y fue el motivo por el que nació la Internacional Comunista. La opinión de Lenin respecto a la democracia capitalista, a su crisis y bancarrota, nunca le llevo a proclamar su defensa frente a los golpes contrarrevolucionarios de la burguesía. En La Tercera Internacional y su lugar en la historia, en abril de 1919 Lenin lo volvió a dejar claro:

“Para continuar la obra de la construcción del socialismo, para llevarla a cabo aún hace falta mucho, muchísimo. Las Repúblicas Soviéticas de los países más cultos, donde el proletariado goza de mayor peso e influencia, cuentan con todas las probabilidades de sobrepasar a Rusia, si es que emprenden el camino de la dictadura del proletariado. La II Internacional en bancarrota está agonizando (…) Sus jefes ideológicos más destacados, como Kautsky, cantan loas a la democracia burguesa, calificándola de ‘democracia’’ en general o —lo que es más necio y burdo todavía— de ‘democracia pura’. La democracia burguesa ha caducado, lo mismo que la II Internacional, aunque cumplía un trabajo históricamente necesario y útil, cuando estaba planteada al orden del día la obra de preparar a las masas obreras en los marcos de esta democracia burguesa (…) La república democrática burguesa prometía el poder a la mayoría, lo proclamaba, pero jamás pudo realizarlo, ya que existía la propiedad privada de la tierra y demás medios de producción. La ‘libertad’ en la república democrática burguesa era, de hecho, la libertad para los ricos. Los proletarios y los campesinos trabajadores podían y debían aprovecharla con objeto de preparar sus fuerzas para derrocar el capital, para vencer a la democracia burguesa; pero, de hecho, las masas trabajadoras, como regla general, no podían gozar de la democracia bajo el capitalismo…”

Lenin concluye su artículo con una idea que golpea sin consideración las tesis frentepopulistas de Stalin, Dimítrov y Togliatti: “Quien, al leer a Marx, no haya comprendido que en la sociedad capitalista, en cada situación grave, en cada importante conflicto de clases, sólo es posible la dictadura de la burguesía o la dictadura del proletariado, no ha comprendido nada de la doctrina económica ni de la doctrina política de Marx.”

LA DESTRUCCIÓN DEL PARTIDO DE LENIN

La doctrina adoptada por la Internacional en 1935 no sólo fue una caricatura de menchevismo, supuso la liquidación política de las enseñanzas de Lenin, Marx y Engels. Las consecuencias de esta traición fueron terribles: además de preparar la derrota del proletariado español y desarmar a la URSS frente a Hitler, Stalin hizo correr un río de sangre entre su aparato de burócratas y la vieja generación revolucionaria.

La revolución y la guerra civil española fueron un foco de atención para Stalin hasta 1938. La posibilidad de que los acontecimientos españoles se desbordasen y echasen al traste su estrategia de alianzas internacionales, unido al temor de que la revolución pudiese despertar la actividad oposicionista en el seno del PCUS y de la IC, explican muchas cosas. A pesar de que los partidarios de Trotsky habían sido eliminados de las filas del PCUS, Stalin necesitaba consolidar un poder incontestable, sin ningún tipo de competencia y completamente hegemónico. Su régimen de bonapartismo proletario se apoyaba en un Estado obrero con monstruosas deformaciones burocráticas: sus intereses y privilegios de casta, y su monopolio del poder, le llevaron a una política de exterminio de todos aquellos que podían, en algún momento y de alguna manera, ponerlo en cuestión.

Las grandes purgas estalinistas se extendieron desde 1936, tuvieron su apogeo al año siguiente, y se mantuvieron hasta finales de la década de los cuarenta. La feroz represión contra decenas de miles de militantes comunistas del Partido ruso tuvo su replica brutal en las secciones nacionales de la Comintern, entre los brigadistas internacionales y los asesores militares soviéticos del ejército republicano, entre los partisanos y resistentes que combatieron a Hitler. Este crimen contra una generación de revolucionarios marcó un abismo de sangre entre el régimen despótico de Stalin y la democracia obrera instaurada en los primeros años de la revolución rusa bajo Lenin.

“El 14 de agosto —escribe Pierre Borue— un comunicado oficial anuncia el comienzo de lo que será la era de los ‘Procesos de Moscú’. En agosto de 1936, en enero de 1937, en marzo de 1938, van a tener lugar en público idénticas escenas ante el colegio militar de la Corte Suprema de la URSS; acusados que habían sido compañeros y colaboradores de Lenin, fundador del Estado y del Partido, dirigentes revolucionarios mundialmente conocidos, cuyos simples nombres evocan aún, para ciertas personas, la epopeya revolucionarla de 1917, se inculpan de los peores crímenes, se proclaman asesinos, saboteadores, traidores y espías, todos afirman su odio hacia Trotsky, vencido en la lucha abierta en el partido a raíz de la muerte de Lenin, todos cantan alabanzas a su vencedor, Stalin, el ‘jefe genial’, que ‘guía al país con mano firme’…”

A principios de 1939, de los 139 miembros del Comité Central elegidos en el XVII Congreso del PCUS (celebrado entre enero y febrero de 1934) , 110 habían sido detenidos. De los 1.996 delegados presentes en ese Congreso (también llamado el de los “condenados”), 1.108 fueron arrestados y de ellos dos terceras partes ejecutados en los tres años siguientes al inicio de grandes purgas en 1936. A finales de 1940, del Comité Central del Partido Bolchevique de Octubre de 1917 sólo dos miembros habían sobrevivido: Stalin, jefe supremo del Estado, y Alejandra Kollontai, que actuaba como embajadora a Suecia.

Roy Medvedev en su documentada obra sobre las purgas afirma:

“El conjunto de los antiguos miembros de los distintos grupos de la difunta oposición no pasaba de unos veinte o treinta mil individuos, muchos de los cuales fueron presos o fusilados a comienzos de 1937. Fue una dolorosa pérdida para el Partido; pero todavía se estaba en una fase inicial. A través de 1937 y 1938 la ola de represión fue en auge, arrastrando al núcleo central de los dirigentes del Partido. Esta implacable y tan bien planeada destrucción de todos quienes habían realizado la obra principal de la Revolución desde los días de la lucha clandestina, y luego a través de la sublevación y de la guerra civil, para alcanzar la restauración de la quebrantada economía y el gran florecimiento de los primeros años treinta, fue el más tenebroso acto de la tragedia de aquella década.”

Tampoco las filas del Ejército Rojo escaparon a esta escabechina. Poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial todo el Estado Mayor fue arrestado, y estrategas militares brillantes como Tujachevski, Yakir, Gamarnik, fueron ejecutados por orden de Stalin. Entre 1937 y 1938 se liquidó entre 20 y 35.000 oficiales del Ejército Rojo. El 90% de los generales y el 80% de todos los coroneles fueron asesinados por la NKVD (denominación posterior de la GPU), la temida policía secreta a las órdenes de Stalin. Tres mariscales, 13 comandantes, 57 comandantes de cuerpo, 111 comandantes de división, 220 comandantes de brigada y todos los comandantes de los distritos militares fueron fusilados. La dimensión de esta carnicería constituyó el mejor regalo que se podía hacer a Hitler, quien evidentemente lo aprovechó a fondo.

Una gran cantidad de asesores soviéticos, mandos de las Brigadas Internacionales y simples combatientes, fueron calumniados, perseguidos y expulsados, o perecieron en las grandes purgas. El historiador Kowalsky señala al respecto:

“(…) Ninguno de los asesores destacados sobre el terreno ignoraba lo que estaba sucediendo en Moscú. Los juicios-espectáculo a los que fueron sometidos muchos viejos bolcheviques y altos oficiales del Ejército Rojo recibieron una amplia cobertura mediática, y los asesores soviéticos tenían a su alcance en España toda clase de periódicos. El diario Mundo Obrero, órgano del PCE de amplia difusión, tenía su propio corresponsal en Moscú, Irene Falcón, encargada de informar de los juicios. Además, el Comisariado de Guerra utilizó otro método de intimidación, y en ese sentido se tomó la molestia de dar a conocer directamente a los asesores destinados a España el carácter de los procesos celebrados en Moscú (…) El contingente soviético que prestó sus servicios en la guerra civil sufrió enormes pérdidas a manos de los ejecutores de Stalin en Moscú, a menudo inmediatamente después de regresar de España.”

Muchos cuadros y militantes, después de luchar heroicamente en la guerra civil española y ocupar un lugar de vanguardia en la resistencia partisana en Francia, Italia, Yugoslavia, Hungría, incluso en las filas del Ejército Rojo, obtuvieron una recompensa insospechada: les esperaba la cárcel, cuando no la horca y los pelotones de ejecución. Rémi Skoutelsky escribe:

“Tras la liberación [de Europa] muchos cuadros probados de la Resistencia Inmigrada en Francia regresaron a sus respectivos países para asumir importantes responsabilidades, sobre todo allí donde los comunistas habían llegado al poder. Así, Ljubomir Illitch, designado por Tito para que lo representara ante Eisenhower en 1944, se fue a Yugoslavia, Artur London a Checoslovaquia y Marino Mazzeti a Italia. En 1948, Tito rompió con la URSS (…) A partir de 1949, en todos los países del Este, salvo en Polonia, se desató una caza de brujas similar a la que había habido en Moscú en 1936, con confesiones forzadas y ejecuciones sumarísimas. Así, Laszlo Rajk, ministro de Asuntos Exteriores de Hungría, secretario adjunto del Partido Comunista, que había sido comisario en el batallón Rakosi y había resultado herido tres veces en España, más tarde preso en Gurs, confesó que había sido enviado por la policía secreta del almirante Horti, el dictador regente aliado de Hitler, ‘con la doble intención de descubrir los nombres del batallón Rakosi y buscar disminuir la eficacia de ese batallón en el plano militar’. Y agregó: ‘Debo añadir que también hice propaganda trotskista’. Otto Katz, mano derecha de Willy Münzenberg en la lucha a favor de la España republicana fue ahorcado con él. El objetivo de esos procesos, que por lo demás eran claramente antisemitas, era imponer la supremacía de la URSS eliminando cualquier veleidad independentista. Por eso apuntaban especialmente a aquellos que habían desplegado una lucha de tipo internacionalista, es decir, los ex brigadistas.”

Algunos corrieron mejor suerte aunque fueron calumniados duramente, como André Marty, excluido del Partido Comunista de Francia (PCF). La Asamblea General de la AVER, la asociación de brigadistas franceses en la guerra civil española que los estalinistas controlaban, votó una resolución que decía: “Los voluntarios tienen el deber de expulsar de sus filas a su ex presidente André Marty, quien debido a sus vínculos con los elementos policiales y los enemigos declarados de la causa por la cual lucharon y continuarán luchando, ha traicionado su confianza y ha desertado de las filas de los combatientes de la democracia.”

Pero fue en la URSS donde el terror estalinista alcanzó sus cuotas más crueles, sumergiendo a la sociedad en una atmósfera de paranoia. Según Karl Schlögel en su documentada obra, Terror y utopía, en el año 1937 fueron arrestadas cerca de dos millones de personas, unas setecientas mil de las cuales fueron asesinadas, y casi 1,3 millones enviadas a campos de concentración y a colonias de trabajos forzados.

Todas las expulsiones, las purgas, los procesos, las ejecuciones sumarísimas, los sentencias a los campos siberianos, iban asociados a la acusación de trotskismo, término que en boca del aparato estalinista era sinónimo del mayor de los crímenes posibles. Pero ¿por qué esta hostilidad sin parangón contra Trotsky y el trotskismo? ¿Por qué esta persecución hasta el punto de desatar una cacería física que implicaba a todo el aparato de Estado soviético?

Trotsky, el colaborador más estrecho de Lenin en los grandes acontecimientos de octubre de 1917, fundador del Ejército Rojo y Comisario de sus tropas durante los difíciles años de la intervención imperialista y la guerra civil, había denunciado valientemente la política oportunista de la nueva burocracia, su giro autoritario y su traición al internacionalismo proletario. Sus seguidores fueron perseguidos con saña en la URSS, encarcelados e internados en Vorkutá, Kolimá y en otros lugares, donde fueron exterminados por millares.

Pero Trotsky nunca capituló, a pesar de que sufrió brutalmente el exilio de la URSS, la calumnia y la persecución, el asesinato de sus hijos, familiares y colaboradores más cercanos, y la aniquilación de sus camaradas. Hasta el último de sus alientos, cuando fue asesinado por Ramón Mercader en su residencia mexicana de Coyoacan, se mantuvo leal a las ideas del marxismo revolucionario. “Las leyes de la Historia son más fuertes que los aparatos burocráticos”, escribió en 1938. .

Fueron demasiados los que creyeron las mentiras y calumnias del estalinismo, los que justificaron sus crímenes o miraron para otro lado. No obstante, muchos reconocieron la impostura aunque para ello tuvieron que vivir en carne propia la represión estalinista. Los testimonios de estos militantes, que a pesar de todo no renunciaron a la causa del socialismo, hacen justicia a la generación de comunistas aniquilados por Stalin. Artur London, el brigadista checoslovaco que combatió en las trincheras españolas, miembro del Partido Comunista y compañero de Lise London, padeció la represión cuando era viceministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia. Su tormento lo retrató crudamente en su obra La Confesión, donde dejó escrito unas líneas que merecen ser recordadas:

“(…) No es de extrañar que en 1934 aceptáramos la tesis estalinista de que el asesinato de Kirov era una manifestación de agresividad hitleriana, un complot antisoviético que exigía una respuesta inmediata. También creíamos las acusaciones lanzadas por Stalin y el equipo dirigente del Partido Bolchevique contra Trotsky y, más tarde, contra los demás compañeros de Lenin. Nuestra fe en Stalin nos cegaba y no entendíamos que sus desacuerdos con otros líderes del partido habían degenerado en un simple ajuste de cuentas, que las medidas represivas habían sustituido a la discusión, y que la calumnia y la mentira eran utilizadas para desacreditar a auténticos revolucionarios. Todo lo que aparecía como un ataque contra la URSS era considerado ‘objetivamente’ como una ayuda a nuestros adversarios. Así fue posible entre nosotros la visión de un Trotsky transformado en agente del nazismo. Ésta es una página negra del movimiento comunista internacional, que siguiendo a Stalin se hizo cómplice suyo.”

Artur London no fue el único en reconocer esta actividad criminal, incompatible con la causa de los trabajadores. Otro destacado militante comunista, y víctima como London de las purgas estalinistas, Leopold Trepper, legendario jefe de la Orquesta Roja, el servicio de contraespionaje organizado por la Comintern en la Europa ocupada por los nazis, escribió en El Gran Juego:

“Los fulgores de octubre iban extinguiéndose en los crepúsculos carcelarios. La revolución degenerada había engendrado un sistema de terror y horror, en el que eran escarnecidos los ideales socialistas en nombre de un dogma fosilizado que los verdugos tenían aún la desfachatez de llamar marxismo. Y, sin embargo, desterrados pero dóciles, nos había seguido triturando el engranaje que habíamos puesto en marcha con nuestras propias manos. Cual ruedas del mecanismo, aterrorizados hasta el extravío, nos habíamos convertido en instrumentos de nuestra propia sumisión. Todos los que no se alzaron contra la maquina estalinista son responsables, colectivamente responsables de sus crímenes. Tampoco yo me libro de este veredicto.

Pero, ¿quién protesto en aquella época? ¿Quién se levantó para gritar su hastío? Los trotskistas pueden reivindicar ese honor. A semejanza de su líder, que pagó su obstinación con un pioletazo, los trotskistas combatieron totalmente el estalinismo y fueron los únicos que lo hicieron. En la época de las grandes purgas, ya sólo podían gritar su rebeldía en las inmensidades heladas, a las que los habían conducido para mejor exterminarlos. En los campos de concentración, su conducta fue siempre digna e incluso ejemplar. Pero sus voces se perdieron en la tundra siberiana. Hoy día los trotskistas tienen el derecho a acusar a quienes antaño corearon los aullidos de muerte de los lobos. Que no olviden, sin embargo, que poseían sobre nosotros la inmensa ventaja de disponer de un sistema político coherente, susceptible de sustituir al estalinismo, y al que podían agarrarse en medio de la profunda miseria de la revolución traicionada. Los trotskistas no ‘confesaban’, porque sabían que sus confesiones no servirían ni al partido ni al socialismo.”

De entre los innumerables testimonios de comunistas que rompieron con Stalin citaremos por último a Ignacio Reiss, el agente de la NKVD asesinado en septiembre de 1937 por sus antiguos compañeros. Reiss, conocido como Ludwig, escribió una carta al Comité Central del PCUS el 17 de julio de 1937:

“La carta que os escribo hoy debía haberla escrito hace ya largo tiempo, el día en que los ‘dieciséis’ fueron masacrados en los sótanos de la Lubianka de acuerdo a las órdenes del ‘Padre de los Pueblos’. Entonces guarde silencio. Tampoco eleve mi voz para protestar en ocasión de los asesinatos que siguieron, y ese silencio hace gravitar sobre mí una pesada responsabilidad. Mi falta es grande, pero me esforzare por repararla lo más pronto posible, con el fin de aliviar mi conciencia. Hasta entonces marché a vuestro lado, pero ya no daré un paso más en vuestra compañía. ¡Nuestros caminos se separan! ¡El que se calla hoy se convierte en cómplice de Stalin y traiciona la causa de la clase obrera y el socialismo! (…) La verdad se abrirá camino, el día de la verdad está más cercano, mucho más cercano de lo que piensan los señores del Kremlin. El día en que el socialismo internacional juzgará los crímenes cometidos en el curso de los últimos diez años, está próximo (…) Para que la Unión Soviética y el movimiento obrero internacional en su conjunto no sucumban definitivamente bajo los golpes de la contrarrevolución abierta y del fascismo, el movimiento obrero debe desembarazarse de Stalin y del estalinismo. Esa mezcla del peor de los oportunismos —un oportunismo sin principios—, de sangre y de mentiras, amenaza emponzoñar el mundo entero y aniquilar los restos del movimiento obrero. ¡Lucha sin tregua al estalinismo! ¡No al frente popular, si a la lucha de clases! Tales son las tareas imperativas de la hora (…) Recobró mi libertad. Vuelvo a Lenin. A su enseñanza y a su acción. Pretendo consagrar mis humildes fuerzas a la causa de Lenin: ¡Quiero combatir, pues solamente nuestra victoria —la victoria de la revolución proletaria— liberará a la Humanidad del capitalismo y a la Unión Soviética del estalinismo! ¡Adelante hacia nuevos combates por el socialismo y la revolución proletaria! ¡Por la construcción de la IV Internacional!…”

Miles de militantes comunistas de todo el mundo han tenido que conocer esta verdad muy tarde, después de que el régimen de Stalin —que había “construido definitivamente el socialismo en la URSS”— colapsase; después que el capitalismo se restaurara en la tierra de Octubre, y que la burocracia estalinista se transformaba en la nueva burguesía rusa recuperando todos los símbolos y atributos del viejo régimen. Una experiencia, amarga y dolorosa, que hace de La Revolución Traicionada mucho más que un texto marxista destacado o un acta de acusación contra el estalinismo. Por encima de todo lo convierte en un llamado imperecedero a la rebelión.

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